La consagración a María nace del testamento de Cristo crucificado: "Mujer aquí tienes a tu hijo", "Aquí tienes a tu madre" (Jn. 19).
Nos consagramos a María porque Cristo nos la ha dejado como Madre. A cada uno, desde el Bautismo, Él nos repite "Aquí tienes a tu Madre". Como el apóstol Juan que la tomó consigo, nosotros la acogemos junto a los otros dones que Cristo nos ha dejado: la Palabra, la Eucaristía, el Espíritu Santo, la Gracia... y le pedimos que camine con nosotros para testimoniar el Evangelio en la vida cotidiana.
"Quiero ser todo tuyo María" ha sido el lema del pontificado de Juan Pablo II. Cuando se dirigió a los jóvenes en la XVIII Jornada Mundial de la Juventud les dijo :
"Es Cristo quien hoy os pide expresamente que llevéis a María "a vuestras casas", que la acojáis "entre los propios bienes" para aprender de Ella, que "conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón", la disposición interior para la escucha y la actitud de humildad y de generosidad que la distinguieron como la primera colaboradora de Dios en la obra de la salvación. Es Ella la que, mediante su ministerio materno, os educa y os modela hasta que Cristo esté formado plenamente en vosotros". "No se trata sólo de aprender las cosas que Él nos ha enseñado, sino de "ser Él mismo". ¿Quién más experta y maestra que María? En la divinidad el Espíritu es el Maestro interior que nos trae la plena verdad de Cristo, entre los seres humanos, María es la que mejor conoce a Cristo, nadie como la Madre puede introducirnos a un conocimiento profundo de su misterio".
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