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“Todos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María la madre de Jesús” (Hechos 1,12)
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La obra y la acción de María no acaba en el Calvario. En el Cenáculo están reunidos los apóstoles -primera Iglesia- con María en espera del Espíritu Santo. ¿Cómo no iba a estar ahí María, Madre de esa Iglesia?
María no pertenece al grupo de los Apóstoles, no ocupa un lugar jerárquico, pero es presencia activa y animadora primera de la oración y la esperanza de la comunidad. María es Madre, alma y aliento de la Iglesia naciente.
La presencia de María en el Cenáculo es solidaridad activa con la comunidad de su Hijo. Ella es la que con mayor anhelo y fuerza implora la venida del Espíritu. María es una mujer del Espíritu. Su vida está jalonada de intervenciones del Espíritu Santo. Por tanto, toda la vida de María se desarrolla en la fuerza del Espíritu.
Al recibir una vez más María al Espíritu Santo en Pentecostés, recibe la fuerza para cumplir la misión que de ahora en adelante tiene en la historia de la salvación: ser Madre de la Iglesia. Todo su amor y todos sus desvelos son ahora para los apóstoles y discípulos de su Hijo, para su Iglesia que es la continuación de la obra de Jesús.
Ella acompaña la difusión de la Palabra, goza con los avances del Reino, sigue sufriendo con los dolores de la persecución y las dificultades apostólicas. María, en el Cenáculo, es la Reina de los apóstoles y los protege; el Trono de Sabiduría que les enseña a orar y a implorar la venida del Espíritu, la Causa de la alegría y el Consuelo de los afligidos, por eso les anima.
María no pertenece al grupo de los Apóstoles, no ocupa un lugar jerárquico, pero es presencia activa y animadora primera de la oración y la esperanza de la comunidad. María es Madre, alma y aliento de la Iglesia naciente.
La presencia de María en el Cenáculo es solidaridad activa con la comunidad de su Hijo. Ella es la que con mayor anhelo y fuerza implora la venida del Espíritu. María es una mujer del Espíritu. Su vida está jalonada de intervenciones del Espíritu Santo. Por tanto, toda la vida de María se desarrolla en la fuerza del Espíritu.
Al recibir una vez más María al Espíritu Santo en Pentecostés, recibe la fuerza para cumplir la misión que de ahora en adelante tiene en la historia de la salvación: ser Madre de la Iglesia. Todo su amor y todos sus desvelos son ahora para los apóstoles y discípulos de su Hijo, para su Iglesia que es la continuación de la obra de Jesús.
Ella acompaña la difusión de la Palabra, goza con los avances del Reino, sigue sufriendo con los dolores de la persecución y las dificultades apostólicas. María, en el Cenáculo, es la Reina de los apóstoles y los protege; el Trono de Sabiduría que les enseña a orar y a implorar la venida del Espíritu, la Causa de la alegría y el Consuelo de los afligidos, por eso les anima.
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"Oh María, Tu que eres Madre de la Iglesia, obtén para la Iglesia el don del Espíritu Santo, para que sepa proseguir con constancia hacia el futuro por el camino de la renovación marcada por el Espíritu y que sepa asumir en tal obra renovadora todo lo que es verdadero y bueno, discerniendo asiduamente entre los signos de los tiempos lo que sirve para el advenimiento del Reino de Dios"
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(Juan Pablo II)
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